Escribí este hace muchos años atrás y hoy lo recupere y con algunas ediciones mínimas está listo para compartir. Perfecto para una entrada después de tanto tiempo. También he conseguido- sin querer-una cita que creo que le va super a este escrito:
«Al citar a otros, nos citamos a nosotros mismos.»
Julio Cortázar
Hubo una vez una niña que creció en una casa en donde todos los espejos estaban rotos. No sabía por qué ni cómo se habían convertido en un rompecabezas extraño de reflejos incongruentes. Todos tenían alguna pieza perdida, ninguno devolvía una imagen precisa. Desde pequeña los miraba con curiosidad, trataba de crear una imagen de sí misma. Uniendo las piezas sueltas, llenando espacios con sus ideas. Creció con la imagen que devolvían los espejos agrietados y dañados. Maduró sin idea de la realidad en su totalidad. Solo conocía lo que su mente pudo elaborar de lo poco que lograba rescatar del mosaico de imágenes cortadas a la mitad. Cuando no miraba las piezas rotas de cristal, miraba a su alrededor. Observaba otra gente. Gente completa. Admiraba el rostro suave y sin marcas de otras personas. Se perdía en otros ojos porque nunca había visto los suyos. Soñaba con poseer la sonrisa entera de otras chicas. Quería ser una obra de arte pero sabía que solo era un rompecabezas.
Muchas veces trataba de imitar los gestos que hacían esas personas tan perfectas. Se sentía bien al fingir ser otra. Aunque en realidad, no sabía bien quién era ella totalmente. Sin embargo, no se interesaba por descubrir más de sí, si no mejorar su talento de convertirse en alguien más. Quería ser diferente, nunca ella misma, pues jamás pensó que era suficiente. Siempre alguien era mejor. Poco a poco, fue uniendo las piezas para crear lo que ella consideraba una imagen de sí perfecta. Practico los gestos que veía en las personas que admiraba. Debía lanzar suavemente la cabeza hacia atrás al reír pero nunca a carcajadas. En lugar de abrir la boca al reír, solo mostraría un poco de sus dientes – no hay por que ser exagerado – justo como lo hacía Amanda, la chica más popular de su colegio. Para hablar debía mover las manos para dar importancia a lo que decía pero utilizaría movimientos sencillos que también dieran un toque de familiaridad y sencillez a la conversación. Perdería el miedo del contacto con los interlocutores de su conversación y a determinados momentos colocaría su mano casualmente en el hombro del chico más cercano para crear un ambiente de confianza. Amanda hacía eso todo el tiempo y a los chicos parecía gustarle. Su mirada debía ser juguetona todo el tiempo. Quería que se notara su alegría y una energía interna irradiando a través de su mirada. Soñaba ser como las protagonistas aventureras de tantas películas que vio. Sin miedo a nada. Más que nada quería proyectar una seguridad en sí misma sin parecer orgullosa. Quería que todos desearan ser sus amigos. Anhelaba ser la más divertida, aventurera y alegre de su grupo. Pero no importo cuanto practicara su forma de hablar y de ser, no sentía lograrlo.
Al lanzar su cabeza hacia atrás sentía que le dolía el cuello por lo rígido que estaba. Sentía que su risa que se suponía que sonara melodiosa, igual que su voz, estaba llena de notas disonantes. Al mostrar sus dientes disimuladamente, temía que no fuesen dignos de ser enseñados pues todos se volteaban a verla cuando sonreía. Debía tener la sonrisa más fea del mundo pues todos quedaban perplejos, mirándola raro. Al mover las manos perdía el hilo de la conversación, especialmente cuando se acercaba a tocar el hombro o el brazo de alguno de los que la acompañaban. Sentía que los hostigaba al estarlos tocando así y estaba segura de que en lugar de hacerlos sentir apreciados o importantes, los hacía sentir incómodos. Cuando intentaba poner en acción su mirada juguetona se sentía increíblemente ridícula. ‘Más que juguetona, debo verme desquiciada pues no sé lo que estoy haciendo’ – se decía a si misma. Y finalmente, con tanta premeditación y esfuerzo, no le quedaba energía ni alegría.
Derrotada una noche, decidió que no iba a perder el tiempo. Nunca podía disfrutar una actividad por estar pendiente a su comportamiento con aras de disfrazarse de ideal. Lamentablemente, no era ideal pero esa noche no quería pensar en eso. Decidió tratar de disfrutar la actividad a la cual fue invitada y dejar de estar tan concentrada en ser otra persona. Poco a poco se fue despojando de sus preocupaciones y empezó a divertirse, divertirse en verdad. Bromeaba con sus amistades y hablaba libre, sin estrategia, sin pensar. Se olvidó por un momento de la pena que se tenía a sí misma. Entonces en un momento, mientras reia de una broma se percató de una chica que reía mirando en su dirección. Tenía una sonrisa hermosa, sus ojos eran increíbles perlas negras que brillaban con una luz interna que parecía haber empezado a brillar por primera vez. Su postura mostraba felicidad y serenidad. No conocía a esta joven pero algo tenía en claro: queria ser como ella. Se quedó observando con curiosidad, sosteniendo la mirada de la joven que también parecía sorprendida. De pronto una de sus amigas se acercó a ella y la interrumpió diciendo:
-“ Lo sé, nos vemos increíbles.” – dijo y se volteo para mirarse en el espejo.
Entonces comprendió que estaba mirando por primera vez su reflejo en un espejo verdadero. Sonrió y la imagen le devolvió una sonrisa. Por primera vez ella se había devuelto una sonrisa, una muestra de cariño sin ser alterada por un espejo hecho pedazos.